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146-38 | Segundo golpe: convencer a José

En la terraza del edificio abandonado, el viento traía olor a óxido y promesas rotas. José estaba de pie, sin camiseta, con el torso brillando por el sol que se colaba entre las nubes. Sabía lo que hacía: parado ahí, con ese cuerpo de estatua rebelde, parecía el rey de la ciudad rota.

Yo me senté en el borde, con las piernas colgando al vacío.

–Tenemos que hablar –le solté, sin rodeos.

–¿Estás embarazada? –me lanzó con esa media sonrisa suya, la que usa cuando no quiere escuchar nada serio.

–No, idiota, vamos a tener un mentor.

–¿Un qué?

–Un tipo. Alguien que sabe más que nosotros. Que va a enseñarnos.

José frunció el ceño. Su gesto pasó de burla a molestia en dos segundos.

–¿Y eso desde cuándo? ¿Quién lo decidió?

–Yo.

–¿Y a mí qué? ¿No estábamos bien así? Tú y yo, robando lo que nos da la gana. Sin jefes, sin reglas.

–Es alguien que sabe moverse mejor que nosotros. Hasta Bubba le tiene respeto.

Eso lo hizo callar. José conocía a Bubba. Si ese viejo abría la boca para hablar bien de alguien, era por algo.

–¿Y qué se supone que va a hacer? ¿Darnos clases? –bufó. –No me huevees, Anun.

–Guiarnos. Llevarnos más lejos. Estoy harta de golpes fáciles en tiendas de mala muerte. Quiero algo más grande. Y tú también lo quieres, aunque no lo digas.

Se quedó callado. Lo conozco. Cuando se calla es porque está procesando algo. Aunque parezca que solo piensa en su cuerpo, tiene ese lado que sabe cuándo algo va en serio.

–Bueno. Pero si intenta darme órdenes estúpidas, le parto la cara.

–Eso quiero verlo –sonreí.

Se acercó y me revolvió el pelo, como si con eso pudiera esconder lo que pensaba.

Pero no te encariñes con el viejo ese. A ver si te me vas del equipo.

–¿Qué equipo, idiota? Solo somos tú y yo.

–Y un mentor.

Rodé los ojos. A veces no sé si quiero matarlo o abrazarlo más fuerte.

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