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Divagues... (Engaña...)

Hay una hora de la noche en la que la memoria inventa escenas, como si quisiera vengarse del silencio. Es entonces cuando los rostros vuelven, difusos, y la piel recuerda caricias que quizá nunca existieron. ¿Qué es más real: lo que vivimos o lo que creímos vivir? El engaño se desliza como un perfume, delicado y persistente, llenando el aire con una presencia que duele y fascina a la vez.

Todos hemos transitado pasillos de espejos donde la verdad se multiplica hasta perderse. A veces amamos más a la idea que al ser; a veces nos sostenemos en la ficción porque la certeza es insoportable. El engaño no siempre llega desde afuera: muchas veces es uno mismo quien lo teje, con hilos de deseo y miedo, con palabras que jamás se dijeron pero que resonaron en lo más íntimo.

Y aun así, ¿qué importa? ¿No es acaso la ilusión una forma de verdad? Durante esos instantes en los que el corazón latió convencido, lo falso tuvo la contundencia de lo eterno. La mentira puede lastimar, pero también puede salvarnos de la intemperie de lo real. El problema no es ser engañado, sino no atreverse a reconocer cuánto de nosotros se entrega gustoso a esa ficción.

La vida, al final, es un equilibrio inestable entre lo que sabemos y lo que elegimos ignorar. Nos movemos como actores en una obra cuyo guion desconocemos, improvisando gestos de amor, traición, esperanza. Tal vez el engaño no sea un error, sino una condición: la que nos permite soñar en medio de un mundo que se desmorona cada día.

Y en esa aceptación hay cierta calma: saber que fuimos, que sentimos, que aun si todo fue un espejismo, nos atravesó con la fuerza de lo verdadero. El engaño, como un eco que se repite en un cuarto vacío, nos recuerda que también somos lo que imaginamos, lo que creímos, lo que nunca sucedió.