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Ser defraudada duele de una manera que cuesta explicar. Es una mezcla de rabia, tristeza y confusión que se va enredando por dentro. Al principio no lo crees; te repites una y otra vez que tiene que haber una explicación, que quizá malinterpretaste algo. Pero luego la verdad se impone, fría y contundente, y sientes cómo algo dentro de ti se quiebra.

Es extraño, porque no solo pierdes la confianza en la persona que te falló, sino también en ti misma. Empiezas a cuestionarte: ¿cómo no lo vi venir?, ¿por qué no me di cuenta antes?, ¿fui ingenua? Te da vergüenza haber creído, haber confiado tanto.

Y sin embargo, en medio de todo ese dolor, hay un momento en que llega el silencio. Un silencio pesado, pero también necesario. Es cuando entiendes que no puedes cambiar lo que pasó, solo aprender a seguir. Y aunque el corazón quede con cicatrices, también aprendes que la decepción, por más cruel que sea, no te define: te revela.